EL DESEMBARCO
“¡Excelente lugar para el
snark!”, exclamó el capitán,
a la vez que desembarcaba
con sumo cuidado a su tripulación:
ensortijando los cabellos de
cada marinero en su dedo,
les ponía fuera del alcance
de la olas.
“¡Excelente lugar para el
snark!”, repitió,
como si esta sola frase
debiera estimular a la tripulación.
“¡Excelente lugar para el
snark!, y lo digo por tercera vez.
Recordad, todo lo que os
diga tres veces es siempre verdad.”
La tripulación estaba
completa. Contaba con un limpiabotas,
un sombrerero que también
hacía capuchas;
un abogado, a quien trajeron
para que pusiera orden en sus
disputas; y un tasador, para
que valorase sus pertenencias.
Un empleado de los billares,
hombre de inmensa habilidad,
y que quizás se habría hecho
con algo más de lo que
le correspondía de no haber
sido por un banquero, contratado
con un enorme gasto, y que
era quien administraba el dinero.
Un castor también había, que
marcaba el paso sobre la
cubierta y que, a veces, se
sentaba en la proa a hacer encaje.
A menudo les había salvado
del naufragio, según explicó el
capitán, aunque ninguno de
los marineros supo cómo.
Había un tipo famoso por la
cantidad de cosas
que olvidó en tierra al
embarcar
su paraguas, su reloj, todas
sus alhajas y anillos
y la ropa que había comprado
para la expedición.
Tenía cuarenta y dos baúles,
todos cuidadosamente
embalados y con su nombre
claramente rotulado en ellos;
pero, como omitió decir que
los tenía,
todos se quedaron en la
playa.
En realidad, apenas le
importó la pérdida de sus ropas,
pues cuando embarcó traía
puestos siete abrigos
y tres pares de botas. Lo
peor de todo fue
que… ¡había olvidado
completamente su nombre!
Respondía al grito de “¡eh!”
o a cualquier grito fuerte,
como “¡fríame!” o “¡fría mi
peluca!”
También, al de “¡como se
llame!” o “¿cuál era su nombre?”,
pero especialmente a “¡como
diantre se llame!”
Mientras que, para aquellos
que preferían palabras más
concluyentes, tenía varios
nombres; por ejemplo,
sus amigos más íntimos le
llamaban “velilla”
y sus enemigos “queso
tostado”.
“Su aspecto es desgalichado
y su intelecto corto”,
solía hacer notar a menudo
el capitán,
“pero su valor es perfecto
y, después de todo,
esto es lo que se necesita
con un snark.”
Solía bromear con las hienas
y les sostenía la mirada,
con un impúdico movimiento
de cabeza.
Y cuentan que una vez fue a
pasear, zarpa con zarpa, con un
oso, “para mantener el
ánimo”, según explicó.
Vino de panadero, y confesó
cuando era demasiado tarde
—con lo que volvió medio
loco al pobre capitán—
que sólo sabía hacer tarta
nupcial, para lo cual debo decir
que ni había ni iba a haber
ingredientes.
El último miembro de la
tripulación necesita descripción
especial, aunque tenía un
increíble aspecto de zopenco.
No tenía más que una idea,
que era la del snark;
por ello el buen capitán le
contrató al momento.
Vino de carnicero, pero
declaró con gran seriedad,
cuando hacía una semana que
el barco había zarpado,
que sólo sabía matar
castores. El capitán se asustó:
vamos, que estaba demasiado aterrado
para hablar.
Pero finalmente explicó, en
tono trémulo
que sólo había un castor a
bordo,
que era de su propiedad y
tenía domesticado,
y cuya muerte deploraría
profundamente.
El castor, que casualmente
oyó esta observación,
protestó con lágrimas en los
ojos
y dijo que ni siquiera el
éxtasis de cazar el snark
podría compensar la funesta
sorpresa.
Exigió enérgicamente que se
transportase
al carnicero en un barco
aparte.
Pero el capitán se negó a
tomar tal precaución
porque no convenía al plan
de la expedición.
“¡La navegación es siempre
un difícil arte,
incluso con un sólo barco y
una sóla campana!”, exclamo
el capitán, por lo que
lamentaba tener que declinar
el hacerse cargo de otro
más.
Lo mejor que podía hacer el
castor, sin duda alguna,
era procurarse un abrigo de
segunda mano a prueba de
cuchillos. Este fue el
consejo del panadero. Y luego, que se
hiciera un seguro de vida en
alguna compañía de renombre.
Esto sugirió el banquero y
le ofreció en alquiler,
a precio módico, o en venta
dos excelentes pólizas: una
contra incendios
y otra contra daños por el
granizo.
Aún ahora, desde aquel
triste día,
siempre que el carnicero
aparecía por allí,
el castor miraba hacia el
lado contrario
y se mostraba indeciblemente
tímido.
EL DISCURSO DEL CAPITÁN
Al capitán todos le ponían
en el alto candelero.
¡Qué porte, qué soltura y
qué gracia!,
y ¡tan solemne también!
Cualquiera podía ver que
era un sabio sólo con
mirarle a la cara.
Había comprado un gran mapa
que representaba el mar
y en el que no había
vestigio de tierra;
y la tripulación se puso
contentísima al ver
que era un mapa que todos
podían entender.
“¿De qué sirven los polos,
los ecuadores,
los trópicos, las zonas y
los meridianos de Mercator?
Así gritaba el capitán. Y la
tripulación respondía:
“¡No son más que signos
convencionales!”
“¡Otros mapas tienen formas,
con sus islas y sus cabos!
¡Pero hemos de agradecer a
nuestro valiente capitán
el habernos traído el mejor
—añadían—,
uno perfecto y absolutamente
en blanco!”
Esto era encantador, sin
duda, pero enseguida descubrieron
que su capitán, en quien
todos confiaban ciegamente,
sólo tenía una noción de
cómo cruzar el Océano,
y ésta era ir tocando la
campana.
Era pensativo y serio, pero
las órdenes que daba
bastaban para desconcertar a
toda la tripulación.
Cuando ordenaba: “¡Rumbo a
estribor, pero mantengan la
proa a babor!”, ¿qué diablos
debía hacer el timonel?
También, a veces, solían
confundir el bauprés y el timón,
cosa que, según hizo notar
el capitán, ocurría
con frecuencias en climas
tropicales cuando el barco
está, por así decirlo,
“esnarkado”.
Pero el problema principal
estaba en la navegación,
y el capitán, perplejo y
acongojado,
confesó que esperaba que, al
menos, cuando el viento soplara
hacia el este, el barco no
enfilara hacia el oeste.
Pero el peligro había
pasado; por fin habían desembarcado
con sus baúles, maletas y
sacos.
Sin embargo, la tripulación
no quedó complacida con lo que
a primera vista descubrió:
¡despeñaderos y precipicios!
El capitán intuyó que
estaban bajos de moral
y, con tono musical, les
explicó algunos chistes
que reservaba para momentos
de infortunio.
Pero la tripulación no dejó
de lamentarse.
Sirvió a todos generosas
copas de ponche
y les propuso sentarse en la
playa.
Y todos convinieron en que
su capitán tenía un porte
sublime, allí firme,
aprestándose a soltar su discurso.
“¡Amigos, romanos y
paisanos, prestadme vuestros oídos!”
(Todos eran muy aficionados
a las citas;
así pues, brindaron a su
salud y le dieron tres hurras.
Él, agradecido, les sirvió
algo más de ponche.)
“¡Hemos navegado muchos
meses, hemos navegado muchas
semanas (cuatro semanas cada
mes, recordadlo),
pero hasta el momento (y os
lo dice vuestro capitán)
ni hemos visto ni olido al
snark!”
“¡Hemos navegado muchas
semanas, hemos navegado muchos
días (siete días cada
semana, os lo aseguro),
pero hasta ahora ni un snark
sobre el que posar nuestra
amorosa mirada!”
“Venid y escuchad mientras
os repito
las cinco señales
inconfundibles
por las que reconoceréis con
plena garantía,
donde quiera que estéis, el
genuino snark.
“Digámoslas por orden. La
primera es su sabor,
que es escaso y hueco, pero
crujiente
como un abrigo que estuviese
demasiado ajustado en la
cintura, con aroma a fuego fatuo.
“Tiene el hábito de
levantarse tarde;
estaréis de acuerdo en que
lo lleva demasiado lejos
cuando os diga que, a
menudo, se desayuna para el té de las
cinco y que come al día
siguiente.
“La tercera es su lentitud
para entender un chiste.
Si te aventuras a explicarle
uno,
suspirará como lo haría
alguien profundamente desdichado,
y siempre se pone serio ante
un juego de palabras.
“La cuarta es su afición a
las máquinas de baño.
¡Siempre carga con una tras
él!
Y está convencido de que
añaden belleza al panorama;
una opinión discutible, a mi
entender.
“La quinta es la ambición.
Ahora convendrá
describir las diferentes
especies,
distinguiendo los que tienen
plumas y muerden
de aquellos otros que tienen
bigotes y arañan.
“Pues aunque los snarks corrientes
no hacen ningún daño,
creo que es mi obligación
advertir que algunos son
buchams…” El capitán se
interrumpió alarmado.
¡El panadero se había
desmayado!
LA HISTORIA DEL PANADERO
Le despertaron con
bizcochos; le animaron con hielo,
les despertaron con mostaza
y con berros;
le animaron con mermeladas y
con juiciosos consejos,
y le pusieron acertijos para
que los adivinara.
Cuando por fin se incorporó
y pudo soltar palabra,
ofreció explicarles su
triste historia.
Y el capitán gritó:
“¡Silencio! No quiero oír ni una mosca”,
y agitó su campana con gran
excitación.
Se hizo un supremo silencio.
Ni un chillido, ni un giro,
apenas algún que otro
lamento o gemido se oyó…
mientras el hombre a quien
llamaban “¡Eh!” explicó
su calamitosa historia con
antediluviana entonación.
“Mi padre y mi madre eran
pobres, pero honrados.”
“¡Ahórranos todo eso!”,
bramó impaciente el capitán.
“Si se nos hace de noche ya
no habrá posibilidad de ver al
snark, No podemos perder ni
un momento.”
“Me saltaré cuarenta años”,
dijo casi llorando el panadero,
“y seguiré adelante sin
hacer más observaciones
hasta el día en que me
enroló en su navío
para ayudarle en la caza del
snark”.
“Un tío mío muy querido
(precisamente llevo su mismo
nombre) observó, cuando nos
despedíamos…”
“¡Oh, sáltate también a tu
querido tío!”,
exclamó furioso el capitán
mientras tocaba la campana.
“Me hizo notar entonces”,
continuó diciendo aquel santo
varón: “Si un snark es un
snark, está bien. Tráelo a casa
por todos los medios: puedes
servirlo con ensalada
y también vale para encender
el fuego.
“Puedes buscarlo con dedales
y buscarlo también con
cuidado. Puedes perseguirlo
con tenedores y esperanza.
Puedes amenazarlo con una
acción de los ferrocarriles
y puedes cultivarlo con
sonrisas y jabón.”
“¡Ese es exactamente el
método!, aseguró el capitán
en un súbito paréntesis,
“Así es exactamente como
siempre me han dicho que
debería
intentarse la captura del
snark.”
“Pero, ¡oh refulgante
[refulgente+fulgurante] sobrino mío!, ¡guárdate bien
si tu snark es un búcham!,
porque entonces
súbita y suavemente
desaparecerás,
¡y no aparecerás nunca
jamás!”
“Esto es…, esto es lo que
oprime mi alma
al recordar las últimas
palabras de mi tío.
Mi corazón se asemeja a un
cuenco
rebosante de cuajos
palpitantes.”
“Esto es…, esto es…” “¡Ya
nos lo has dicho antes!”,
dijo indignado el capitán.
Y el panadero contestó:
“Déjeme decirlo otra vez.
Esto es…, esto es lo que me
produce pavor.”
“Todas las noches entablo en
sueños
una lucha delirante con el
snark.
Y en esas fantasías lo sirvo
con ensalada
y lo uso para encender
fuego.
“Pero si alguna vez tropiezo
con un búcham, ese día,
al momento (de eso estoy
seguro),
súbita y suavemente
desapareceré.
¡Y esa idea no la puedo
soportar!”
LA CAZA
|
Buscadlo con dedales; buscadlo con cuidado. |
El capitán frunció el ceño y
arqueó una ceja.
“¡Ya podías haber hablado
antes!
¡Es excesivamente torpe
mencionarlo ahora que,
por así decirlo, tenemos al snark
al alcance de la mano!
“Nos entristeceríamos mucho,
como puedes figurarte,
si nunca más se te volviera
a encontrar.
Pero, sin duda, amigo,
podrías haberlo mencionado
cuando empezó la expedición.
“Es excesivamente torpe
mencionarlo ahora,
como creo haberte dicho ya.”
Y el hombre a quien llamaba
¡Eh! Replicó suspirando:
“Le informé el mismo día en
que embarqué.
“Podéis acusarme de
asesinato o de falta de buen sentido;
todos somos débiles en
ocasiones.
Pero entre mis defectos
jamás estuvo dar falsas excusas.
“Lo dije en hebreo, luego en
holandés,
después en alemán y en
griego también;
pero olvidé completamente, y
eso me mortifica,
¡que es inglés lo que habla
usted!”
“Es una historia muy
triste”, dijo el capitán,
con una cara larguísima,
“pero ahora que has
terminado de contar tu caso
sería simplemente absurdo
alargar el debate.
“El resto de mi discurso
—les explicó—,
lo oiréis cuando tenga
tiempo para contároslo.
Pero el snark está cerca,
permitidme que os lo repita,
¡y es vuestra gloriosa
obligación encontrarlo!”
“Buscadlo con dedales;
buscadlo con cuidado;
acosadlo con tenedores y
esperanza;
amenazadlo con una acción de
los ferrocarriles;
cautivadlo con sonrisas y
jabón.
“Ya que el snark es una
criatura muy peculiar,
que no se deja atrapar de
cualquier manera,
haced todo cuanto sepáis, e
intentad todo cuanto no sepáis.
¡Hoy no debemos desperdiciar
ninguna oportunidad!”
“Pues Inglaterra espera… ¡Me
abstengo de seguir!
Esta es una frase tremenda,
pero trasnochada.
Así que lo mejor será que saquen
de sus equipajes
cuanto necesiten y se
pertrechen para la lucha.”
Entonces el banquero endosó
un cheque en blanco y lo barró,
y cambió su calderilla en
billetes.
El panadero peinó con esmero
sus bigotes y su pelo,
y se sacudió el polvo de los
siete abrigos.
El limpiabotas y el tasador
afilaban el azadón,
turnándose en la rueda de
afilar.
Sin embargo, el castor
siguió haciendo encaje
y no demostró interés por el
asunto,
a pesar de que el abogado
intentó apelar a su orgullo,
y en vano le fue citando
varios casos que demostraban
que hacer encaje infringía
la ley.
El que hacía sombreros,
hecho una fiera, pensaba
cómo colocar lacitos de una
manera nueva,
mientras que el empleado de
los billares, con mano
temblorosa se pintaba con
tiza la punta de la nariz.
El carnicero se pudo
nervioso y se vistió, con mucha
elegancia, guantes de
cabritilla y una gorguera bien rizada.
Dijo que se sentía como
quien va a cenar fuera,
a lo que el capitán
respondió que era una bobada.
“Presentádmelo”, dijo,
“si por casualidad lo
encontramos juntos.”
Y el capitán, asintiendo
sagazmente con la cabeza,
dijo: “Eso depende del
tiempo que haga.”
El castor simplemente siguió
desfilando con aire triunfal
al ver al carnicero tan
tímido;
e incluso el panadero,
aunque era estúpido y gordo,
se esforzó en guiñar un ojo.
“¡Sé un hombre!”, bramó
iracundo el capitán
al ver que el carnicero
comenzaba a gimotear.
“Si encontramos un chabchab,
ese desesperante pájaro,
¡necesitaremos de todas
nuestras fuerzas para la tarea!”
LA LECCIÓN DEL CASTOR
Lo buscaron con dedales, lo
buscaron con cuidado.
Lo persiguieron con
tenedores y con esperanza.
Lo amenazaron con una acción
de los ferrocarriles.
Lo cautivaron con sonrisas y
jabón.
Entonces al carnicero se le
ocurrió un ingenioso plan
para hacer una incursión por
su cuenta;
y eligió un lugar poco
frecuentado por el hombre:
un lúgubre y desolado valle.
Pero al castor se le había
ocurrido el mismísimo plan
y había escogido el
mismísimo lugar.
Sin embargo, ninguno reveló,
con gestos o con palabras,
el disgusto que reflejaban
sus caras.
Ambos tenían una única idea:
el snark
y la gloriosa tarea del día;
y cada uno intentó aparentar
que no se daba cuenta
de que el otro iba por el
mismo camino.
El valle comenzaba a
estrecharse, y aún se estrechó más,
y el atardecer se hizo más
frío y oscuro,
hasta que, debido a los
nervios, no a su buena voluntad,
terminaron por avanzar
hombro con hombro.
Entonces, un alarido
profundo y penetrante desgarró el
estremecido cielo, y ellos
supieron que algún peligro les
acechaba. El castor
palideció hasta la punta de su cola,
ý hasta el carnicero sintió
una extraña desazón.
Pensó en su infancia, dejada
atrás ya hacía mucho,
esa etapa inocente y feliz.
El sonido le recordó
vivamente
el rechinar de un lápiz
sobre la pizarra.
“Es la voz del chabchab”,
gritó de repente
el hombre a quien solían
llamar zopenco.
Y añadió con orgullo: “Como
os diría el capitán,
ya expresé mi opinión una
vez.
“¡Es el canto del chabchab! Id
contando, os lo suplico,
y veréis que os o he dicho
dos veces.
“¡Es la canción del
chabchab! La prueba es total,
pues con ésta os lo he dicho
tres veces.”
El castor había contado con
escrupuloso cuidado,
escuchando cada palabra;
pero claramente se descorazonó
y silbinchó [silbar+deshincharse]
desesperado al oír la
tercera repetición.
A pesar de los esfuerzos que
aplicó al empeño,
se dio cuenta de que había
perdido al cuenta;
y ahora lo único que podía
hacer era exprimir sus pocos sesos
y empezar a contar otra vez.
“Sumaré dos más uno, si es
que sé hacerlo
con los dedos y los
pulgares”, se dijo,
recordando con lágrimas en
los ojos cómo
años atrás había descuidado
la aritmética.
“Eso puede hacerse”, dijo el
carnicero.
“Creo que ha de hacerse,
estoy seguro.
¡Se hará!
Tráeme la mejor tinta y
papel que encuentres.”
El castor trajo papel,
carpeta, plumas
y tinta, para que no faltara
de nada.
Y mientras calculaban,
extrañas criatura reptantes
salían de sus madrigueras y
les miraban con ojos de sorpresa.
El carnicero estaba tan
absorto escribiendo, con una pluma
en cada mano, que ni reparó
en ellas,
y se explicaba en un estilo
tan sencillo
que el castor comprendía muy
bien.
“Tomaremos el tres como
objeto de nuestro razonamiento;
me parece un número muy conveniente.
Tras sumarle siete y diez,
lo multiplicaremos por mil
menos ocho.
“Dividiremos, como verás, el
producto
por novecientos noventa y
dos.
Luego le restaremos
diecisiete, y la respuesta
debe ser exacta y
perfectamente verdadera.
“Te explicaría encantado el
método empleado,
ahora que aún me acuerdo muy
bien:
pero ni tengo tiempo, ni tu
tienes cerebro.
¡Y habría tanto que
explicar!
“En un momento he desvelado
lo que
hasta ahora estaba envuelto
en el misterio,
y por el mismo precio te
daré
una lección de historia
natural.”
Y siguió el carnicero con
brillantez diciendo así,
sin tener en cuenta las
normas de urbanidad,
pues olvidó que instruir sin
haber sido presentados
causaría un escalofrío en
sociedad:
“El chabchab es un pájaro de
temperamento desesperante,
ya que vive en perpetua
pasión.
Sus gustos en el vestir son
un completo absurdo;
¡va siglos por delante de la
moda!
“Pero reconoce a cualquier
amigo a quien haya visto
anteriormente alguna vez.
Nunca se dejaría sobornar.
Y en los tés de caridad
siempre se pone en la puerta
a recoger los donativos,
aunque no aporta nada de su bolsillo.
“Una vez guisado, su sabor
es mucho más exquisito
que el del cordero, las
ostras o los huevos;
algunos creen que se
conserva mejor en un jarro
de marfil, y otros, que en
barrilillos de caoba.
“Se cuece en serrín, se
sazona en pegamento y
se espesa con saltamontes y
cintas,
sin olvidar nunca lo
principal,
que es preservar su forma
simétrica.”
El carnicero hubiera seguido
encantado hablando hasta
el día siguiente, pero creyó
que la lección debía terminar.
Y lloró de alegría al
intentar decir
que consideraba al castor su
amigo.
El castor, a su vez,
confesó, con una afectuosa mirad,
más elocuente que las
lágrimas,
que había aprendido en diez minutos
más que lo que todos
los libros le harían
enseñado en setenta años.
Regresaron de la mano, y el
capitán,
momentáneamente desarmado
por la noble emoción,
dijo: “¡Esto compensa
ampliamente los fatigosos
días pasados sobre el
ondulado océano!”
Amigos como lo llegaron a
ser el castor y el carnicero,
casi nunca se han conocido.
Y fuese invierno o verano,
jamás se veía a uno sin el
otro.
Y cuando llegaban las riñas
—pues siempre
hay enfados por mucho que se
intente evitarlos—,
evocaban el canto del chabchab
y se juraban eterna amistad.
EL SUEÑO DEL ABOGADO
Lo buscaron con dedales, lo
buscaron con cuidado.
Lo persiguieron con
tenedores y con esperanza.
Lo amenazaron con una acción
de los ferrocarriles.
Lo cautivaron con sonrisas y
jabón.
Pero el abogado, harto de
demostrar —sin que nadie le
hiciera caso— que el castor
delinquía con sus labores de
encaje, se durmió. Y en
sueños vio claramente la criatura
que en su fantasía hacía
tanto tiempo que habitaba.
Soñó que estaba en un
sombrío tribunal
donde el snark, con un
monóculo, toga y peluca,
defendía a un pobre cerdo
acusado de abandonar su
pocilga.
Los testigos demostraron,
sin duda ni error,
que la pocilga estaba vacía;
mientras el juez, con tenue
cantinela,
explicaba lo que la ley
decía al respecto.
La acusación no llegó a
formularse claramente.
Según parece, el snark había
hablado
durante tres horas antes de
que nadie pudiera imaginar
qué es lo que presuntamente
había hecho el cerdo.
Cada uno de los miembros del
jurado había llegado
a una conclusión diferente
(mucho antes de que se leyera
la acusación); y rompieron a
hablar todos a la vez. Al final,
ninguno de ellos supo qué
habían dicho los demás.
“Deben saber…”, decía el
juez. “¡Bobadas!”,
exclamó el snark: “Esa ley
es obsoleta.
Déjenme que les diga,
amigos, que este asunto
depende de una antigua ley
feudal.
“En cuanto a la traición, el
cerdo aparece
implicado, pero apenas fue
cómplice.
Y la acusación de
insolvencia claramente no prospera.
Si ustedes aceptan mi
defensa, no debe nada.
“El hecho de la deserción no
lo discutiré;
pero confío en que no le
tendrán por culpable,
en lo relativo a las costas
del pleito,
pues se ha probado su
coartada.
“El destino de mi pobre
defendido depende de sus votos”.
En este momento el orador se
sentó en su sitio,
y pidió al juez que mirase
sus notas
y resumiera brevemente el
caso.
Pero el juez le confesó que
nunca había resumido nada,
por lo que el snark comenzó
a resumir;
y resumió tan bien que dijo
mucho más
de lo que habían dicho los
testigos.
A la hora del veredicto, el
jurado se inhibió
por ser éste de difícil
pronunciación;
pero expresaron su esperanza
de que al snark no le
importase cumplir esa tarea
también.
Así que el snark también
dictó el veredicto,
a pesar de que tantas
obligaciones le tenían exhausto.
Cuando pronunció la palabra
¡CULPABLE!,
todo el jurado gruñó y hasta
hubo quien se desvaneció.
Luego el snark dictó
sentencia, ya que el juez
estaba demasiado nervioso
para pronunciar palabra.
Cuando se puso en pie se hizo
un gran silencio;
¡se habría oído caer un
alfiler!
“Destierro de por vida”, fue
la sentencia que dictó,
“y que después pague una
multa de cuarenta libras”.
Todo el jurado aplaudió,
aunque el juez declaró
temer que la frase no fuese
legalmente ortodoxa.
Pero su regocijo se apagó
súbitamente
cuando el carcelero les
comunicó, con lágrimas en los ojos,
que la sentencia no tendría
el menor efecto
ya que el cerdo llevaba
muerto varios años.
El juez abandonó la sala
profundamente disgustado.
Pero el snark, aunque algo
consternado,
continuó bramando hasta el
final, como corresponde al
abogado a quien se ha
encomendado la defensa.
Así soñaba el abogado,
mientras el bramido
parecía hacerse cada vez más
claro,
hasta que le despertó el
furioso repique de una campana
que el capitán tocaba junto
a su oreja.
EL DESTINO DEL BANQUERO
Lo buscaron con dedales, lo
buscaron con cuidado.
Lo persiguieron con
tenedores y con esperana.
Lo amenarazon con una acción
de los ferrocarriles.
Lo cautivaron con sonrisas y
jabón.
Y el banquero, infundido de
un valor tan insólito
que fue motivo de general
comentario,
avanzó locamente hacia
adelante, hasta que lo perdieron de
vista en su afán por
descubrir al snark.
Pero mientras buscava con
dedales y cuidado,
un veloz bandersnatch se
acercó de repente
y agarró al banquero, quien
chilló desesperado,
pues sabía que era inútil
intentar escapar.
Le ofreció un gran
descuento, le ofreció un cheque
—al portador— de siete
libras y diez chelines.
Pero el bandesrnatch
simplemente alargó
el cuello y agarró
nuevamente al banquero.
Sin pausa ni descanso
forcejeó y pugnó,
dando saltos y brincos hasta
caer al suelo sin sentido,
mientras las malhuriosas
[malhumoradas+furiosas] mandíbulas
crujían salvajemente a su
alrededor.
El bandersnatch huyó al
aparecer los demás,
guiados por el grito de
terror.
Y el capitán, tocando la
campana con gesto solemne,
masculló: “¡lo que me
temía!”
Tenía la cara negra y en
nada recordaba
al que que hasta estonces
había sido.
Era tal su terror que hasta
su chaleco había palidecido.
¡Algo digno de verse!
Para espanto de todos
cuantos allí había aquel día,
se levantó vestido de
etiqueta
y mediante absurdas muecas
se esforzó por decir todo
cuanto su lengua no podía
expresar.
Se hundió en un sillón y se
mesó los cabellos,
mientras cantaba con tono
misrívolo [miserable+frívolo]
palabras vacías que
evidenciaban su locura,
y a la vez se acompañaba
golpeando un par de huesos.
“¡Abandonadle a su suerte!;
¡se está haciendo tarde!”,
excalamó horrorizado el
capitán.
“Ya hemos perdido medio día!
¡Si ahora nos descuidamos,
no atrapremos al snark antes
de que anochezca!”
|
El snark era un búcham, como bien suponéis. |
LA DESAPARICIÓN
Lo buscaron con dedales, lo buscaron
con cuidado.
Lo persiguieron con
tenedores y con esperanza.
Lo amenazaron con una acción
de los ferrocarriles.
Lo cautivaron con sonrisas y
jabón.
No querían ni pensar que la
caza pudiese fracasar,
y el castor, emocionado al
fin,
daba saltos impulsándose con
la punta de su cola,
viendo cómo la luz dejaba
paso a la oscuridad.
“¡Oíd —dijo el capitán… cómo
grita el como-se-llame!
¡Grita como un loco!,
¡escuchad!
¡Hace gestos con las manos y
con la cabeza!
¡Eso es que ha encontrado un
snark!”
Le miraban extasiados y el
carnicero decía:
“¡Siempre fue un gran
bromista!”.
Y le contemplaban, su
panadero, su héroe sin nombre,
encaramado en lo alto de un
picacho cercano.
Así estuvo un momento
erguido y sublime.
Pero de pronto vieron cómo
caía al precipicio,
enloquecido y presa de
convulsiones.
Aterrados y anhelantes
esperaron…
“Es un snark”, fue el grito
que llegó a sus oídos,
y les pareció demasiado
hermoso para ser verdad.
Después siguió un torrente
de risas y de “¡hurras!”
Y después…: “¡Es un bu…!”, le
escucharon decir.
Luego, silencio. Algunos
creyeron haber oído
un débil y errante suspiro;
algo así como “…cham”. Pero
los demás juraron
que había sido el silbido de
la brisa.
Buscaron hasta que se hizo
noche cerrada,
pero no encontraron ni
pluma, ni rastro, ni botón,
que les indicase que estaban
en el lugar
donde el panadero había
hallado al snark.
A mitad de la palabra que
intentaba decir,
en medio de la brisa y del
gozo,
súbita y suavemente había
desaparecido:
el snark era un búcham, como
bien suponéis.
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